Se que cruzo un río
y te voy a encontrar,
pero no es fácil,
mientras más lo pienso
más lejos está Uruguay.
Me quitaste algo,
creo que inocencia,
me dejaste enamorado
creo del recuerdo,
pero me acostumbre a la constante:
oscuridad y ausencia.
Besé tu cuello Uruguay
Toqué tus labios,
pensé en recorrer tus tierras.
No sos más que una utopía,
que lejos que estás Uruguay.
Las serpientes se despertaron
ya no estaban encerradas,
nuestros ojos se miraron,
era todo inmensidad.
Bailamos juntos Uruguay,
no pensé en nada más,
ni siquiera en la realidad.
URUGUAY:
tus ojos pequeños
tu piel llena de fuego.
Si existe el paraíso
ese es Uruguay
quiero cruzar el río
y volverte a abrazar.
Te despediste
con un beso dulce y tierno,
sacaste de mí
para siempre el silencio.
Ya no tengo más palabras:
adiós, hasta luego,
Hasta siempre Uruguay.
Joni aquino
lunes, 27 de julio de 2009
viernes, 17 de julio de 2009
Ida y vuelta por la realidad
Podría pensarse la vida de los hombres como un gran viaje, con un comienzo y un fin claramente identificables. También se podría pensar como una continua sucesión de pequeños viajes. Podemos viajar cuando dormimos, cuando leemos, es decir, cada vez que nos atrevemos a cruzar una frontera con nuestra imaginación, pero por otra parte también existen viajes que requieren que nos traslademos a otro lugar, que realicemos un recorrido.
Dentro de ésta sucesión de viajes que constituyen la vida del hombre, nos encontramos con algunos que, por su frecuencia y cotidianeidad pasan casi inadvertidos. Se trata de aquellos, por medio de los cuales, vamos a nuestro trabajo, al lugar donde estudiamos y volvemos nuevamente a nuestra casa.
Estaba en la estación esperando el tren para ir a la facultad. La estación de Guernica es muy pequeña, poca gente estaba esperando y pocos sacaban boleto. Después de un rato llegó el tren, subí y me senté al lado de la ventana. Me esperaban cuarenta y cinco minutos de viaje.
Por momentos no me daba cuenta que estaba viajando, me encontraba inmerso en la vida cotidiana. Para evitar esto me propuse cambiar la forma en la cual miraba a mi alrededor, observar aquello que antes no había observado, hacer de cuenta que era la primera vez que viajaba en el ferrocarril Roca.
Realizando esta difícil tarea fue como observé a un joven que desde el principio del vagón se acercaba a cada pasajero ofreciéndole una especie de tarjeta a cambio de una moneda. Todos los pasajeros al instante movían la cabeza en señal negativa, de igual manera cuando se acercó a mi también le dije que no. Esta situación me hizo pensar en aquél joven, cuántas personas le dirán que no a lo largo del día, qué efectos tendrá esto en su vida. En ese pequeño instante de empatía sentí la necesidad de hacer algo para cambiar la realidad, pero la naturaleza egoísta del hombre hizo que me olvide de esa angustia que experimenté por un momento.
El silencio dominaba el viaje, se podía oír el sonido del tren transitando por las vías. Parecía todo demasiado tranquilo, hasta que apareció un vendedor de aspirinas que, con sus gritos puso fin a esa situación.
Otra vez todo estaba tranquilo, pero ahora el silencio se confundía con un leve murmullo. Me pregunté qué podía hacer para aprovechar el tiempo del viaje. Para muchos el mejor camino era la abstracción: algunos leían, otros escuchaban música y había quienes miraban con ojos perdidos al exterior.
Llegué a la conclusión de que para los que vivimos en provincia, viajar se convierte en una pesada obligación que es necesaria para cruzar el gigantesco puente que nos separa de la capital.
Mirar por la ventana, leer, estar en silencio, mirar a los demás: ¿Qué otra cosa se puede hacer al viajar diariamente en tren? A veces el viaje puede resultar un buen momento para la reflexión, pero otras, cuando el tren está repleto de personas puede parecer una pesadilla interminable.
Cuando parecía que el viaje iba a seguir igual, algo llamó de repente mi atención y no dejé de mirarlo durante casi todo el trayecto.
El tren llegaba a la estación de Gerli, pero antes pasó frente a un muro en el que se leía la frase “sigue aunque todos esperen que abandones”. Esta frase perteneciente a María Teresa de Calcuta, puede resultar como una señal positiva en una hostil realidad cotidiana o puede pasar inadvertida. En mi caso nunca olvido de dirigir mis pasos hacia ella cada vez que el tren se acerca a la estación.
Nuevamente la tranquilidad se rompe cuando un vendedor, pidiendo disculpas por el ruido de la música, ingresa al vagón. Mientras obligadamente escuchaba un CD de rock, que el vendedor trataba imperiosamente de vender, el tren se detuvo en la última estación.
Rápidamente bajé del tren, no me gustaba el lugar en el que me encontraba, pero era necesario que estuviese allí si deseaba continuar mi viaje. Constitución es un sitio de paso, es sinónimo de prostitución y delincuencia. La gente entraba, salía, corría, caminaba rápido. Todos parecían apurados, todos deseaban salir lo antes posible de Constitución.
En medio de una multitud que no me dejaba respirar, comprendí que estaba preso, que no vivía en una completa libertad. La masa como una máquina se dirigía al subte, la gente parecía competir por llegar primero, parecía que no tenían alma y que sólo obedecían a una rutina cotidiana.
También soy miembro de la muchedumbre, pero a veces me gusta mirarla como si no fuera parte de ella, creyéndome ingenuamente diferente.
Bajé por una escalera y llegué al subte. Sin darme cuenta y completamente abstraído en mi pequeño universo interno, luego de una combinación arribé a la estación Ángel Gallardo. Salí a la calle y después de caminar unas pocas cuadras me encontraba en la facultad. La Universidad de Buenos Aires tampoco me resultó el mejor lugar: paredes pintadas, afiches por todos lados, nunca falta quien se acerque a darte un volante de su agrupación política. La UES, el Partido Obrero, Franja Morada, Izquierda Socialista, Clave Roja, El Topo. Me resultaba asfixiante la existencia de tantas propuestas, me hacía pensar, creo erróneamente, que sería mejor si no existiera ninguna o que tal vez con una sola agrupación bastaría para luchar por los derechos de los estudiantes.
A las nueve de la noche escapé de la facultad y emprendí el viaje de regreso. Nuevamente me encontraba en la estación de subte. Otra vez sentí culpa al ver a una mujer pedir monedas junto a la boletería. Entonces me pregunté si podía hacer algo para cambiar esa situación. Al darme cuenta que nada podía hacer, otra vez me sentí vacío, atrapado en una realidad que no podía modificar.
Después de unos minutos llegó el subte. Subí y rápidamente me senté. El viaje parecía como de costumbre hasta que cuatro hombres llegaron e interpretaron con tambores y trompetas la canción “Bésame mucho”. Hubiera querido que mi alma se quedara allí y se confundiera con la música, pero el subte llegó a la estación Carlos Pellegrini y tuve que bajar. Luego de subir y bajar escaleras, sin darme cuenta estaba nuevamente en otro subte. Esta vez se encontraba lleno de gente. Faltaba poco para llegar y observé a una mujer que estaba llorando porque acababa de notar que le habían robado la billetera. ¿También debía abstraerme de eso? Se abrieron las puertas del subte: otra vez Constitución.
Ya estaba cansado de viajar, pero aún me faltaba el viaje en tren. Sin alma y alienado caminé rápido por la sucia y oscura terminal, hasta que por fin tomé mi lugar en el último vagón. Una sucesión de vendedores invadió el tren: panchos, medias, gaseosas, chocolates, cerveza, diarios y alfajores jorgito. Al pasar por la estación Avellaneda observé la extraña belleza del riachuelo en esa noche en la cual las luces de la pobreza se reflejaban en sus aguas turbias.
La peor parte del viaje siempre es el regreso. Esa noche me resultó interminable. Llegué a destino: la estación de Glew. Otra vez corrí a tomar el colectivo. Pasaron veinte minutos y descendí. Después de caminar por unas cuadras oscuras y algo peligrosas llegué a mi casa. Estaba nuevamente en mi mundo, en mi propio refugio del exterior.
Todos los días realizo un viaje de ida y vuelta por la realidad. Un viaje que trato de evitar, pero que debo hacer. Realizamos muchos viajes a lo largo de nuestra vida, pero no creo que realmente sepamos a dónde queremos llegar.
Dentro de ésta sucesión de viajes que constituyen la vida del hombre, nos encontramos con algunos que, por su frecuencia y cotidianeidad pasan casi inadvertidos. Se trata de aquellos, por medio de los cuales, vamos a nuestro trabajo, al lugar donde estudiamos y volvemos nuevamente a nuestra casa.
Estaba en la estación esperando el tren para ir a la facultad. La estación de Guernica es muy pequeña, poca gente estaba esperando y pocos sacaban boleto. Después de un rato llegó el tren, subí y me senté al lado de la ventana. Me esperaban cuarenta y cinco minutos de viaje.
Por momentos no me daba cuenta que estaba viajando, me encontraba inmerso en la vida cotidiana. Para evitar esto me propuse cambiar la forma en la cual miraba a mi alrededor, observar aquello que antes no había observado, hacer de cuenta que era la primera vez que viajaba en el ferrocarril Roca.
Realizando esta difícil tarea fue como observé a un joven que desde el principio del vagón se acercaba a cada pasajero ofreciéndole una especie de tarjeta a cambio de una moneda. Todos los pasajeros al instante movían la cabeza en señal negativa, de igual manera cuando se acercó a mi también le dije que no. Esta situación me hizo pensar en aquél joven, cuántas personas le dirán que no a lo largo del día, qué efectos tendrá esto en su vida. En ese pequeño instante de empatía sentí la necesidad de hacer algo para cambiar la realidad, pero la naturaleza egoísta del hombre hizo que me olvide de esa angustia que experimenté por un momento.
El silencio dominaba el viaje, se podía oír el sonido del tren transitando por las vías. Parecía todo demasiado tranquilo, hasta que apareció un vendedor de aspirinas que, con sus gritos puso fin a esa situación.
Otra vez todo estaba tranquilo, pero ahora el silencio se confundía con un leve murmullo. Me pregunté qué podía hacer para aprovechar el tiempo del viaje. Para muchos el mejor camino era la abstracción: algunos leían, otros escuchaban música y había quienes miraban con ojos perdidos al exterior.
Llegué a la conclusión de que para los que vivimos en provincia, viajar se convierte en una pesada obligación que es necesaria para cruzar el gigantesco puente que nos separa de la capital.
Mirar por la ventana, leer, estar en silencio, mirar a los demás: ¿Qué otra cosa se puede hacer al viajar diariamente en tren? A veces el viaje puede resultar un buen momento para la reflexión, pero otras, cuando el tren está repleto de personas puede parecer una pesadilla interminable.
Cuando parecía que el viaje iba a seguir igual, algo llamó de repente mi atención y no dejé de mirarlo durante casi todo el trayecto.
El tren llegaba a la estación de Gerli, pero antes pasó frente a un muro en el que se leía la frase “sigue aunque todos esperen que abandones”. Esta frase perteneciente a María Teresa de Calcuta, puede resultar como una señal positiva en una hostil realidad cotidiana o puede pasar inadvertida. En mi caso nunca olvido de dirigir mis pasos hacia ella cada vez que el tren se acerca a la estación.
Nuevamente la tranquilidad se rompe cuando un vendedor, pidiendo disculpas por el ruido de la música, ingresa al vagón. Mientras obligadamente escuchaba un CD de rock, que el vendedor trataba imperiosamente de vender, el tren se detuvo en la última estación.
Rápidamente bajé del tren, no me gustaba el lugar en el que me encontraba, pero era necesario que estuviese allí si deseaba continuar mi viaje. Constitución es un sitio de paso, es sinónimo de prostitución y delincuencia. La gente entraba, salía, corría, caminaba rápido. Todos parecían apurados, todos deseaban salir lo antes posible de Constitución.
En medio de una multitud que no me dejaba respirar, comprendí que estaba preso, que no vivía en una completa libertad. La masa como una máquina se dirigía al subte, la gente parecía competir por llegar primero, parecía que no tenían alma y que sólo obedecían a una rutina cotidiana.
También soy miembro de la muchedumbre, pero a veces me gusta mirarla como si no fuera parte de ella, creyéndome ingenuamente diferente.
Bajé por una escalera y llegué al subte. Sin darme cuenta y completamente abstraído en mi pequeño universo interno, luego de una combinación arribé a la estación Ángel Gallardo. Salí a la calle y después de caminar unas pocas cuadras me encontraba en la facultad. La Universidad de Buenos Aires tampoco me resultó el mejor lugar: paredes pintadas, afiches por todos lados, nunca falta quien se acerque a darte un volante de su agrupación política. La UES, el Partido Obrero, Franja Morada, Izquierda Socialista, Clave Roja, El Topo. Me resultaba asfixiante la existencia de tantas propuestas, me hacía pensar, creo erróneamente, que sería mejor si no existiera ninguna o que tal vez con una sola agrupación bastaría para luchar por los derechos de los estudiantes.
A las nueve de la noche escapé de la facultad y emprendí el viaje de regreso. Nuevamente me encontraba en la estación de subte. Otra vez sentí culpa al ver a una mujer pedir monedas junto a la boletería. Entonces me pregunté si podía hacer algo para cambiar esa situación. Al darme cuenta que nada podía hacer, otra vez me sentí vacío, atrapado en una realidad que no podía modificar.
Después de unos minutos llegó el subte. Subí y rápidamente me senté. El viaje parecía como de costumbre hasta que cuatro hombres llegaron e interpretaron con tambores y trompetas la canción “Bésame mucho”. Hubiera querido que mi alma se quedara allí y se confundiera con la música, pero el subte llegó a la estación Carlos Pellegrini y tuve que bajar. Luego de subir y bajar escaleras, sin darme cuenta estaba nuevamente en otro subte. Esta vez se encontraba lleno de gente. Faltaba poco para llegar y observé a una mujer que estaba llorando porque acababa de notar que le habían robado la billetera. ¿También debía abstraerme de eso? Se abrieron las puertas del subte: otra vez Constitución.
Ya estaba cansado de viajar, pero aún me faltaba el viaje en tren. Sin alma y alienado caminé rápido por la sucia y oscura terminal, hasta que por fin tomé mi lugar en el último vagón. Una sucesión de vendedores invadió el tren: panchos, medias, gaseosas, chocolates, cerveza, diarios y alfajores jorgito. Al pasar por la estación Avellaneda observé la extraña belleza del riachuelo en esa noche en la cual las luces de la pobreza se reflejaban en sus aguas turbias.
La peor parte del viaje siempre es el regreso. Esa noche me resultó interminable. Llegué a destino: la estación de Glew. Otra vez corrí a tomar el colectivo. Pasaron veinte minutos y descendí. Después de caminar por unas cuadras oscuras y algo peligrosas llegué a mi casa. Estaba nuevamente en mi mundo, en mi propio refugio del exterior.
Todos los días realizo un viaje de ida y vuelta por la realidad. Un viaje que trato de evitar, pero que debo hacer. Realizamos muchos viajes a lo largo de nuestra vida, pero no creo que realmente sepamos a dónde queremos llegar.
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