viernes, 25 de septiembre de 2009

La sonrisa de Mona Lisa

Podría haber ido a algún museo o centro cultural. El simple hecho de que se exponga en esos lugares me dice que algo bueno voy a encontrar o que por lo menos varias personas a través de sus ojos y sentimientos le dieron la aprobación para que llegue ahí. Podría, porque amo la fotografía y me llena de placer ver grandes fotos de grandes fotógrafos. Podría…Pero no lo hice.
Un día, yendo a la estación del San Martín recordé una invitación que me llegó a través del gran furor que según muchos “une” a las personas, furor que empieza con “FACE” y termina con “BOOK”, supongo que dicen que une porque con él podes llegar a tener nada más y nada menos que ¡quinientos contactos! (de los cuales conocés a quince y hablas con tres). En fin, dicha invitación promocionaba una muestra fotográfica en el bar: “Galatea ArteBar”.
A lo lejos sentí la molesta bocina que hace correr a toda persona casi instantáneamente, aunque te duela el pie, aunque haga frío, aunque el físico no te dé, e incuso, aunque no estés apurado. Y por supuesto, corrí. Lo gracioso es ver las caras de las personas que corren desesperados por subir al tren y cuando llegan a la estación ven que la bocina venía del otro lado, por lo tanto, mi cara se debió ver graciosa en ese momento. Saqué el boleto y en el alta voz suena una voz ronca, engripada, de una persona que debería estar en la cama tomándose un té con limón y miel, que anunciaba a los pasajeros que no serían pasajeros hasta dentro de 30 minutos ya que el tren Hurlingham-Retiro se había demorado allá por San Miguel.
Media hora… si sabía me hubiera quedado en casa tomando unos amargos que me ofreció mama y que, apurada y muy en contra de mi voluntad, tuve que rechazar. O bien descansar entre las suaves capas de mi capa. Pero estoy acá, sentada en el frío cemento de la estación y no tengo ganas de quedarme en medio de este silencio típico del que espera.
Me levanto, me estrangulo un poco más con la bufanda, y salgo con rumbo al bar a ver la exposición –ya que estoy llegando tarde a la clase de fotoperiodismo, ¡Que mejor que hacerlo por ver fotos!-
Dicho bar queda a una cuadra y media de la fría estación. Tenía entendido que los dueños son tíos de un ex compañero del secundario. Por afuera se ve chiquito. Un jugador de básquet no pasaría parado por lo alto de esa puerta, y un rugbier se estropearía su chomba Kevinstone si no entrara de costado. Yo paso tranquilamente. Pasé. Dentro, el lugar seguía viéndose pequeño. Un incienso debería estar quemándose por algún rincón. Las luces bajas armonizaban con las paredes barrocas. Un cuadro bohemio colgado le daba la bienvenida a tus ojos y te hacía saber la onda del lugar. En medio de dos plantas veo un cartel que decía “libros y juegos a su disposición”. El lugar empezaba a caerme simpático. Las dos mozas mirándome daban la impresión de que estaban a la caza de una propina, ilusión que se desilusionó en cuanto les dije que solo venía a ver la exposición de fotografía. El tema era nuestro maltratado Norte Argentino. Las fotos colgaban de cuadrados blancos en las paredes. El reducido lugar y las mesas separadas por centímetros unas de otras hacían que uno debiera ponerse en puntitas de pie y comprimir el estómago para pasar entre ellas. La primera foto me mostraba una nena jujeña sentada al costado de un camino de tierra mirando como éste se perdía en el seco horizonte. ¿Estaría esperando algo o a alguien? ¿Estaría imaginando en ese horizonte su futuro? ¿O solo estaría sentada? Quien diga que las fotos muestran la verdad, no dice la verdad. Solo muestran que lo fotografiado realmente pasó en un momento dado, en donde la imagen y la cámara se cruzaron, lo cual no quiere decir que lo que refleje la fotografía sea verdadero. Y empiezo a pensar…La nena podría haberse sentado ahí buscando algo que se le cayó, o podría no ser una jujeña, ser una foto tomada en otra provincia o país, y porque no podría ser una escena de filmación en donde un fotógrafo aprovechó el momento para disparar su arma. Este dilema ya es un clásico en el mundo de la fotografía, para citar un ejemplo resucito a Robert Capa y su foto del miliciano herido. ¿Realidad o montaje? Ahora bien, a veces pienso si realmente esa pregunta es tan importante. El hecho de que esa escena fotográfica haya sido preparada ¿hace falso el hecho de que varios hombres en la sangrienta guerra española de los años 30´ dejaran sus vidas en el pasto cuando fueron alcanzados por una pequeña y mortal bala? ¿Creen que es mentira que en nuestro Norte hermanos y hermanas se están muriendo de hambre y que una nena con la ropa sucia y el estomago vacío no pueda sentarse al borde de un camino empolvado con tierra a esperar nada? La fotografía no puede contar por si sola la verdad, pero que transmite sensaciones nadie lo puede negar.
Sigo viendo las fotos que en mi humilde opinión están bien logradas pero también ya muy vista. Sin embargo de fondo suena un tema de Pink Floyd, el blanco y negro de las tomas y las citas debajo de ellas de el gran Eduardo Galeano hace que dentro algo empiece a revolucionarse, y es ahí cuando, a pesar de que Adorno y Horkheimer no estén de acuerdo conmigo, se entra en la magia del arte.
Una foto muestra dos niños en Purmammarca intentando venderle unas muñecas artesanales a los turistas que están más interesados por el Cerro de los muchos colores que por la terrible situación social que tienen frente a sus ojos. Sigo mirando, en algunas tomas me detengo más, otras solo las paso de largo. Y de golpe… me freno. Estaba tan concentrada mirando que ni me percaté que había una pareja muy acaramelada justo en la mesa frente a esa foto. Seguramente mi condición de “miércoles” les rompió el clima de las luces tenues, la música lenta y los besos pegajosos que se estaban dando. Pero yo seguí ahí por un rato, mirando esa foto que tanto llamó mi atención. Era un primer plano de tres nenes salteños abrazándose, sonreían, sonreían tanto que a dos se le veían las encías. Llevaban puesto gorritos de lana, que en mi imaginación, a pesar del blanco y negro de las tomas, los veía tan coloridos como el resto de su ropa cortajeada, seguramente de intensos rojos y verdes. Sus caritas de nativos y sus sonrisas blancas expresaban alegría, juego, niñez, amistad, confianza, esperanza. Sí, todo eso en un gesto, en una sonrisa… ¡Que sonrisa de Mona Lisa ni que ocho cuartos! (diría mi abuela). Sea verdadera o no, esa última foto causó un cismo en mi interior. Humildad y felicidad, pobreza y alegría. Palabras que generalmente no van de la mano en esa foto se fundían hermosamente. Pensé que a pesar de las desdichas que viví soy tan afortunada que en cada foto debería sonreír como lo hicieron ellos.
Fotos...instantes detenidos del tiempo. Apretar el disparador de la cámara es como apretar pausa en el control remoto de la vida…curioso, ¿no? algo que dispara, congela, atrapa, que detiene un momento, que termina, se relaciona más con la vida que con la muerte. El pasado se hace presente. Si tan solo uno - de este presente- pudiera meterse –en ese pasado- de las fotos una vez más, me pondría a jugar con esos nenes para aprender de ellos. Abrazaría a mi papá una vez más y le diría que tarde o temprano todo va a mejorar. O besaría a esa persona que se fue tan inesperadamente y le diría que ese último día, a pesar de haberle dicho lo contrario, lo seguía amando. Si uno pudiera volver en las fotos…yo sería tan feliz. Pero hay que seguir y mirar bien para adelante, para que la vida no te pase por al lado, si no por dentro.
Terminé de ver toda la exposición, saludo a las mozas que dejé sin propina y me voy con una sensación de satisfacción que tantas veces me ha dado la fotografía.
Llego hasta la esquina pensando en cuanto tiempo me habré pasado ahí dentro, en si mi tren de media hora ya habrá pasado por mi estación, y en eso siento de nuevo esa maldita bocina que te activa los pies. Corro. Corro. Cruzo la calle. Sigo corriendo. Llego a la estación y mi cara de cansancio seguramente se habrá visto otra vez graciosa. ¡Ah esperar se ha dicho!


Texto: Mariel L. Villamayor Güino

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