jueves, 28 de mayo de 2009

Como Aquiles

El 7 de Febrero del 2000 cambió el mundo. La noche anterior Alberto se sentó en su cómoda mecedora del living donde solo el podía sentarse. En el preciso momento en que leyó la última palabra de aquel libro una fuerte y desgarradora puntada estremeció su corazón. Con su mano derecha oprimió su pecho, sus dedos estrujaban su piel como si eso fuese a calmar el dolor mientras que la izquierda se aferraba al libro, reafirmando sus pensamientos ante aquel presentimiento.

A la madrugada sus ojos se abrieron de golpe como si un gong hubiera sonado justo detrás de sus oídos. Levantó el control remoto que había caído debajo de la mecedora, prendió la tele y en esa caja vieja de 20 pulgadas vio como su presentimiento se hizo presente.

Con lo puesto y el libro en mano, tomó una pala y en el jardín trasero, entre el jazmín que había plantado su esposa Lucía y el roble, cavó un profundo hoyo donde enterró el libro. Luego, entró en la casa gritándole desesperadamente a su esposa que de inmediato pusiera ropa y comida en una valija y a su hijo Benjamín le ordeno tomar su juguete preferido ya que se irían unos cuantos días de paseo. El tono alarmante de Alberto hizo que en menos de 5 minutos todos ya estuvieran arriba del Ford Falcon modelo 88 huyendo a toda velocidad. El sabía que por ser científico lo buscarían hasta el cansancio: debía resguardarse lejos de la ciudad.

Anduvieron por horas recorriendo rutas, metiéndose en caminos de tierra, muchos de los cuales no conducían a ningún lado, hasta que en un campito de pastos largos vieron una choza abandonada donde decidieron quedarse. Pasando entre todos los pastos altos sin cortar estacionaron el coche detrás de la choza para que no pueda ser visto desde la ruta. Bajaron sus pertenencias y entraron a su nuevo hogar: la casa olía a viejo y guardado, el polvo hacía estornudar a Benjamín, y las arañas habían vestido de seda todo el techo. Era un solo ambiente en donde había un colchón maloliente tirado en el piso, una mesa coja de madera carcomida, y una alacena a punto de caerse. Alberto no podía creer lo que estaba viendo, se encontraba en un lugar alejado de la ciudad donde nació y se crió, donde conoció a su bella esposa y tuvo a su encantador hijo, donde dedico muchas horas de su vida al estudio para llegar a ser lo que era, y paradójicamente ese “ser lo que era” es lo que lo hace estar hoy huyendo y viviendo en una choza de mala muerte. “Maldito el día en que el poder dominó al saber, maldito el día que aquella puntada atacó mi corazón” Pensaba Alberto y se preguntaba “¿Quedará alguna esperanza?” Lucía decía que era algo pasajero, cuestión de tiempo, la gente no permitiría que esto continué. Alberto en cambio sabía que serían muchos los días que pasarían allí, sin embargo, en un recóndito y profundo rincón de su interior sobrevivía una pequeña y cuadrada esperanza: El libro.

Sea como sea, debían organizar las cosas para que no sean descubiertos. Sentaron a Benjamín en la mesa coja y le dieron algunas indicaciones que debían cumplirse a raja tabla de ahora en adelante:

1-No hablar con nadie.

2-Solo se puede salir de la casa en la noche y acompañado de alguno de tus padres.

3-Siempre que veas a una persona o un auto acercarse a la casa, ocúltate.

4- No gritar.

Benjamín tenía tan solo cinco años y no entendía porque dejar su lindo hogar en donde cada día después de almorzar su mama lo hamacaba en el columpio del patio trasero, por una casa lejos de sus amiguitos del barrio y de aquel columpio. Lo que más bronca le daba era el hecho de tener tanto verde alrededor y no poder salir bajo la luz del sol a jugar ser un águila libre que vuela por el mundo, pero lo que él no sabía es que ya nadie era libre. Por suerte había llevado su juguete preferido que lo entretenía en las tardes oscuras, pero al paso de unos días se dio cuenta que un juguete es preferido cuando hay otros para diferenciarlo.

En la choza los días eran largos, el encierro en un cuarto pequeño, sucio y para nada acogedor hacía que cada segundo se extendiera a un minuto. Y ni hablar de las noches: ni los tres cuerpos juntitos podían evitar el frío rajante del campo que calaba en la piel.

Dos semanas pasaron y los pocos víveres que se llevaron a las apuradas aquel 7 de Febrero ya se habían acabado. La falta de comida, de sol y la desesperanza que aumentaba al ver que la situación no cambiaba, hacían que el clima en esas cuatro chapas sea turbio y cansador. Alberto sabía que debía hacer algo, no sobreviran muchos días más así y no iba a permitir que Benjamín conozca lo que el conoció muy bien de chico: el hambre.

A la ciudad no podía acercarse, por lo tanto con su Falcon tomó la carretera y se dirigió al primer pueblo que quedaba a unos 150 Km., rezando durante todo el camino que “ellos” no hayan llegado aún allí.

Una vez en el pueblo su corazón volvió a latir normalmente al comprobar que aún era una zona segura. Cargó nafta y entró al primer mercadito que vio: en el changuito puso cosas como arroz, fideos, todo tipo de legumbres, leche, velas, fósforos, una botella de ginebra para sobrellevar el frío y un cochecito rojo que vio en un estante escondido de juguetes usados para regalarle a Benjamín. Ya había tomado todo lo que necesitaba pero Alberto seguía dando vueltas por las góndolas, hasta que se detuvo por el fondo y pegándole sutilmente a un estante tiró varias latas de arbejas lo cual llamó la atención de la dueña y la sacó de su vigía permanente en la puerta del mercado para ir a ordenar el desastre, momento que Alberto aprovechó para salir corriendo, poner quinta en el auto y huir con la mercadería. Durante el viaje regreso a casa Alberto estaba shockeado, había cometido un robo, el primero y ojala el último, pero la situación lo obligaba, la poca plata que tenía debía utilizarla cuando realmente no le quedara otra opción. Sobrevivir, de eso se trataba.

Llegó a su casa con la luna, estaciono el auto en el lugar de siempre y con su botella de ginebra se sentó a mirar la noche. Mientras se terminaba el alcohol su cabeza no dejaba de volver una y otra vez sobre el mismo tema: ¿Cómo cambió tanto el mundo para llegar a esta terrible situación? Ya no pensaba en la solución, la angustia le consumía tanto el cerebro que a veces ni siquiera recordaba que aún estaba el libro. Siguió tomando hasta terminar la botella y de pronto le pareció ver algo moverse entre los largos pastos: ¿Un perro negro? No, estaba en medio de la nada, aislado, donde solo tres pulmones respiraban, era imposible que un perro haya llegado de la ciudad hasta aquí sin haber muerto de hambre en el camino, debió ser efecto del alcohol, pensó, y de golpe su corazón se comprimio: otra vez una puntada le sacaba el aire y le oprimía el pecho. Se tiró al piso sin hacer ruido para que su esposa no se asustara y se quedó allí hasta que se calmó. No era una buena señal y ya no quedaba donde escapar, los agentes ya han de estar por todas partes.

Entró en la choza, despertó a Benjamín y lo llevó afuera. Abrazándolo fuertemente y frotándolo para que no sintiera tanto el frío de la noche le contó una historia de un aventurero héroe que luchó hasta el final por lo que quería, ese héroe se llamaba Aquiles: de chiquito se alimentaba con fieros jabalíes, entrañas de león y médula de oso para aumentar su valentía, además, aprendió el tiro con arco, el arte de la elocuencia y la curación de las heridas.

Alberto odiaba tener que decirle esto a sus cinco años, pero Benjamín debía entender que se venían tiempos difíciles para él y por lo tanto debía ser valiente, alimentándose de coraje y esperanza, debía hacerle creer a los demás que el puede enfrentar todo, como Aquiles, pero ser prudente, porque olvidarse uno mismo del “Talón” puede jugar en contra; aprender de cada momento y situación de la vida y no dejar nunca que conquisten tu cabeza: podrán encerrarte, podrán atarte de pies y manos, pero nunca podrán callar tus pensamientos. Lucha por ellos hasta el final. Como Aquiles, es más satisfactorio elegir una vida de lucha, corta y gloriosa a una larga en años y anodina. Alberto deseaba con todas sus fuerzas que su hijo no huya como él y con una lagrima en su rostro lo miró fijamente y le dijo: “Haz todo lo que yo no me anime a hacer”. Y con un abrazo y varias lagrimas derramadas, se fueron a acostar, pero para Alberto esta fue una noche de insomnio.

La tibia luz que entraba por la ventana decía que ya faltaba poco para el amanecer y aún nada había pasado. Alberto pensó que tal vez su corazonada no fue más que eso, una corazonada, pero de pronto escuchó ruidos afuera. Se levantó para asomarse sigilosamente por la ventana pero no vio nada. De inmediato un grito estremeció su piel: “Hay un auto, hay gente, hay gente, ¡ENTREN!”. Eran ellos y estaban rodeando la casa, no había donde escapar. Alberto levanto a Lucia y a Benjamín tapándole las caras con su brazo para que no puedan ver. Lo único contundente que tenía a mano era la botella vacía de ginebra. Una patada derribo la puerta y un perro negro furioso entró a morder lo primero que se le cruzara en el camino. Era el perro que le pareció haber visto la noche anterior, estaba seguro. Alberto le tiró fuertemente la botella rompiéndosela en la cara. De inmediato entró un agente y tomándolo del cuello le preguntó quien era, que hacía y porque se estaban escondiendo. El no respondía y aguantaba como podía la asfixia para no mostrar debilidad. El agente al ver que no contestaba tomo una pistola y apuntó en la cien a Benjamín, diciéndole con un tono frío y seguro que le volaría los sesos si no respondía. Una amenaza así no entra y sale por un oído como si nada, por lo tanto Alberto confesó: “Soy científico, vivo en la ciudad, y huyo de ustedes porque sabía que me buscarían hasta el cansancio”, luego agrego: “Mátenme, como ya habrán hecho con cada científico, profesor, estudiante e idealista, que se les cruzó. Mátenme, como ya habrán matado el saber en cada ciudad. Quémenme, como ya habrán quemado cada libro de este mundo, pero mi familia no, por favor, ellos no tiene nada que ver en esto…”

Apenas Alberto terminó de hablar el agente disparo en el pecho de Lucia, dándole a entender que no le importaba la vida de ellos, para luego acabar en un segundo con la de Alberto…

No debe haber peor forma de morir que hacerlo pensando que tu hijo va a tener el mismo destino, y así murió Alberto: podía verse en su rostro duro una expresión de desesperación, de final. Sin embargo, no mataron a Benjamín: no por piedad ni nada que se le parezca, si no porque aún estaba en edad para ser reformado y necesitaban gente para repoblar las ciudades después de la gran masacre que las vacío.

Benjamín no entendía lo que sucedía, horrorizado tomo un pañuelo de su bolsillito y limpiando la sangre del rostro de sus padres pensó que los curaría. Pero ellos ya no estaban allí.

Benjamín fue llevado por los agentes a un reformatorio junto a otros niños que habían quedado huérfanos. Allí se les enseño a respetar el sistema, a apoyar todo lo que el gobierno diga y defenderlo con la vida propia si es necesario. Los años pasaban y el lavado de cabeza aumentaba, cada día bombardeaban sus cerebros con lemas del gobierno, con ideas del sistema de las cuales no podían discernir ni cuestionar, y de a poco les imponían nuevos recuerdos en los cuales sus padres habían sido transgresores del sistema que querían impedir el bienestar social, por lo cual haberlos hecho desaparecer era la única solución para recobrar la paz y la felicidad en el mundo, siendo la misión del reformatorio “limpiar” cualquier “mal gen rebelde” que hayan heredado de sus padres y re-sociabilizarlos para poder reinsertarlos en la sociedad.

En el reformatorio los niños dormían en cuchetas compartidas, las paredes eran de cemento y no había un color distinto al negro, blanco y tonalidades de grises. Los niños habían olvidado que era un juguete, se les tenía prohibido correr, gritar hasta hablar, si lo hacían, debían hablar solo del buen gobierno existente; si no, callarse o dormir. No existían los cumpleaños, ni la palabra amigo. No se permitían los abrazos, los besos ni las caricias.

Así pasó Benjamín 16 años. Ya con veintiuno se lo consideró re-sociabilizado, se le asignó un empleo de oficina y fue enviado a su casa de la infancia.

Cuando llegó a la puerta reconoció algo del lugar. Dentro, los muebles estaban rotos y con polvo de años, cosas tiradas por todos lados, hasta cenizas como si en algún momento hubieran iniciado un fuego. La casa se veía grande y oscura, las persianas caídas no dejaron pasar la luz por mucho tiempo y eso la hacía más triste.

La vida de todos era igual, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No había entretenimiento: no existía el cine, ni las plazas, ni el teatro, ni nada que promoviera la creatividad de la gente, cualquier tipo de expresión artística había sido borrada del mundo y de la cabeza de los individuos. Picasso, Dalí, Da Vinci y Beethoven eran palabras no incluidas en la historia y cultura general. Solo los actos políticos del gobierno eran aceptados como momentos de recreación: no solo era una forma de apoyar al sistema, si no también una salida familiar. Tampoco existían los lápices ni lapiceras ya que tampoco existía el papel, todo lo que se escribía o leía era en una computadora, las cuales solo había en oficinas. Los barrios eran todos similares, y en las vidrieras solo se veía ropa de tonalidades blancas, negras o grises.

Cada día Benjamín debía ir a la oficina de nueve a cinco de la tarde, y siempre que regresaba a su casa aprovechaba el tiempo para limpiar y arreglar lo que podía. Seis meses le costo dejar la casa ordenada y con los muebles sanos. Solo le quedaba reparar aquel espejo roto del living ubicado justo frente a la mecedora que había arreglado hace poco.

Tomó el espejo y separó el vidrió del marco, en ese mismo momento cae de dentro hacía sus pies algo chico, cuadrado y con apariencia a viejo. Lo recoge: tenía una textura corrugada, como con poros, y con bordes desgastados. Al abrirlo ve que había algo escrito:

“Se que te parecerá raro lo que voy a decir, pero debes creerme, si no, ¿Cómo es que estoy escribiendo aquí?

Me llamo Alberto, soy esposo, padre y científico y te puedo asegurar que el mundo no siempre fue como lo estas viviendo.

Hoy, 7 de febrero del 2000 lo que más temía sucedió: El partido del coronel Alpich tomó el poder y no va a permitir que intelectuales, idealistas, defensores de la patria y revolucionarios se lo saquen. Personas como yo van a ser buscadas y exterminadas, solo sobrevivirán los sumisos, por eso huyo.

Antes de hoy existía un mundo con ideas, con valores, con fuerzas y esperanzas. Antes de hoy uno plasmaba sus pensamientos y los dejaba volar en una hoja como esta, y así se crearon maravillosas obras que estoy seguro que no conoces ni conocerás nunca. ¿Te suena el nombre Borges?, ¿Cortazar?, ¿Nietzsche?, ¿Einstein?, ¿Newton?, ¿Miguel Angelo?, o ¿Cartier Bresson?...Se que no, pero son personas que existieron y dieron grandes aportes y momentos gratos a la humanidad.

Ve al jardín trasero y haz un pozo entre el jazmín y el roble: Justo ahí esta enterrada mi esperanza.

Quien quiera que seas, por mi, por mi esposa Lucia, mi hijo Benjamín, por vos, y por el futuro, abre los ojos, lee cada palabra y lucha hasta el final.

Alberto”

Sin darse cuenta había estado derramando lágrimas desde el comienzo de la carta. Corrió al patio y con sus uñas escarbo la tierra sin cansancio y sin pensar en que podría encontrarse allí, hasta que después de mucho arañar el suelo rozo algo: ahí estaba lo que le hablaba su padre.

Lo tomó y una vez que le sacó toda la tierra pudo observarlo: El libro tenía una tapa dura de color verde. Las letras son amarillo oro, algunas pequeñas y otras más grandes. El nombre Marx esta subrayado con color rojo.

Verde, amarillo y rojo, ¡hace cuanto que no veía esos colores! Y ante sus ojos pasó aquella mañana del 7 de febrero en que abandonaron la casa; se le cruzó el columpio después del almuerzo que ya no estaba en el jardín; el verde campo de pastos largos; el autito rojo que su padre le regalo; el nombre Aquiles y aquel pañuelo ensangrentado con la vida de sus padres. Y una frase de aquella fría y última noche se le vino muy clara en la mente: “podrán encerrarte, podrán atarte de pies y manos, pero nunca podrán callar tus pensamientos. Lucha por ellos”…como Aquiles.

El mundo puede dar un respiro más, aún no está escrito el final.



Mariel L. Villamayor Güino

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